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ADM, ECONOMIA Y SOCIEDAD EN EL IMPERIO ABBASSI

"El imánato se fundó para sustituir a la profecía en la defensa de la fe y en la administración del mundo."Al Mawardi.

El califa abasí era el imán, líder espiritual y temporal, soberano absoluto de la comunidad de creyentes, mandato que estaba regulado por la ley islámica o shari'a, cuyas fuentes la constituyen el Alcorán y la tradición del profeta, Sunna, en primera instancia, más el iyma (consenso de los doctos), el qiyas (aplicación del derecho por analogía) y el ra'i (aplicación del método racionalista lógico). El cambio de dinastía completó el proceso de estructuración del Estado, que ya había comenzado con los omeyas, de un jefe de la comunidad y rey árabe, cuyo poder descansaba en el consenso o iyma de la Sura (con­sejo consultivo), el califa se transformó en un autócrata que preten­día un origen divino para su autoridad. Ya no era vicario del profeta, sino "la sombra de Dios sobre la Tierra". Sustentó su poder en el ejército y lo ejerció mediante una burocracia asalariada, la aristocracia árabe fue sustituida por una jerarquía oficial. Rodeábase de una pompa y ceremonial de corte complicado y jerárquico, en la que podemos percibir una clara influencia de las costumbres cortesanas, sasánidas y bizantinas. Entre los califas surgió la idea de que estaban por encima de los mortales, aislándose de sus súbditos; vivían encerrados en sus palacios, rodeados de su guardia personal, sólo eran vistos el día que se trasladaban con gran pompa a la mezquita para la oración del viernes, pero poco a poco fueron abandonando incluso esta ceremonia y tan sólo podían acercarse a ellos sus familiares; en consecuencia, la población se hizo indiferente ante ellos, lo que nunca había ocurrido con los omeyas.


Una de las mayores preocupaciones de los califas era su sucesión. Se impuso un principio de herencia en el seno de la familia abasí y se esforzaron en regular este principio mediante una designación testamentaria; sin embargo, el reconocimiento del legítimo heredero provocó frecuentes disturbios; algunos califas llegaron a pensar incluso en la posibilidad de dividir su imperio entre sus herederos; la sabiduría o la fuerza hicieron siempre fracasar esta posición. Antes de tomar posesión del poder, el califa era proclamado como tal por los sabios y notables de la corte y posteriormente aclamado por el pueblo. Estas disposiciones se transformaron en puramente formales y simbólicas. El califa detentaba las insignias del califato, el manto, el bastón, el sello del profeta y, más tarde, la lanza.
Soberano espiritual y temporal, podía nombrar y revocar en sus funciones a los agentes del gobierno. Toda autoridad detentada por éstos, lo era en función de una delegación de autoridad califal. El califato abasí fue de hecho un despotismo basado en la fuerza militar. La misión califal se asemejaba al concepto de las monarquías orientales preislámicas, más que a la próxima Bizancio, situación que se denotó plenamente a partir del siglo IX.
El califa manifestaba públicamente su misión presidiendo, como sus predecesores la oración del viernes en la mezquita, impartiendo de tiempo en tiempo espectacularmente justicia, organizando expediciones de magnificencia contra el infiel, cada vez más esporádicas.

La administración del imperio estaba organizada en una serie de diwans o ministerios, entre los que figuraban los de la cancillería, ejército, correos e información, hacienda, guarda sellos y otras oficinas de carácter menor, a nivel de secretarías de gobierno, todos los cuales estaban bajo el mando supremo del wazir, cargo que fue innovación abasí. El wazir era el jefe de todo el aparato administrativo, y como autoridad suprema, bajo el califa ejerció un inmenso poder.

La instauración de un wazir estaba de acuerdo con la modalidad de gobierno implantada por los califas
abasíes, quienes descargaron en este funcionario toda la responsabilidad de la administración civil del imperio. Hombre de confianza del califa, detentaba los poderes civiles y a veces también los militares; como estaba situado a la cabeza de la jerarquía, usaba y abusaba de sus poderes según la formali­dad más o menos firme del califa. Las oficinas de la administración, aparato muy perfeccionado, estaban agrupadas en Bagdad; pero la excesiva centralización perjudicó al imperio y favoreció las tendencias locales de autonomía. En las provincias, la autoridad era conjuntamente ejercida por el anu o gobernante y el 'amil o superinten­dente financiero; el ministerio de información y correo hacía de nexo entre la capital imperial Bagdad y las provincias; en éstas, la admi­nistración no sufrió gran variación en relación al período omeya.

Los ejecutores de las políticas gubernamentales eran un vasto número de funcionarios o kuttab, una burocracia de gran calidad profesional que le dio a la administración un valor y una estabilidad ejemplares. Existía una digna tradición en la burocracia de una moralidad intachable, que fue capaz de soportar todo el peso que significaba el gobierno de un extenso y magnífico imperio como el abasí.
En el ejército, perdió su importancia la milicia árabe, y las pensiones a éstos fueron gradualmente suprimidas. Ya no era un ejército de conquistadores, sino que un instrumento destinado a facilitar la aplicación de una política dentro de los límites del imperio, especialmente en las provincias orientales. Al comienzo de la dinastía, el reclutamiento se efectuaba entre los jurasanos, árabes e iranios que habían apoyado a los abasíes. Pero a partir del siglo IX los califas contrataron principalmente soldados turcos mamelucos, que trajeron de Asia central. Esto llevó consigo una decadencia de la aristocracia militar de tipo tradicional; como consecuencia de estos cambios, se produjo una serie de transformaciones de carácter político, financiero y social en el imperio.

Durante los primeros tiempos de los abasíes, el ejército desempeñó un papel esencialmente militar contra los bizantinos, quienes alrededor del año 745 reiniciaron una ofensiva, reconquistando Chipre y amenazando las fronteras de Siria y Armenia. En la época de Harun Al-Rashid se mantuvo la actitud defensiva en las fronteras con Bizancio, mientras que la supremacía marítima de los árabes era indiscu­tible.

Con Al-Ma'mun se produjo la ruptura definitiva entre el ejército árabe y el califa, quien incrementó el grueso de las tropas mercenarias; sin embargo, el ejército árabe no desapareció totalmente, manteniéndose una fuerza leal a la dinastía, conocida por 'Arab Ad-Dawla, encargada de defender las fronteras del imperio, Dar Al-Islam, la casa del Islam, y emprender la guerra santa o yihad contra el infiel. Este ejército no era rentado, por lo que se precipitó una disociación entre éste y el ejército principal central, inicialmente jurasaní, el único inscrito en el diwan, el único, por tanto, que recibía sueldo.

Sin embargo, la evolución no sólo tenía una causa étnico-política, sino que tenía también un aspecto técnico. El sistema de combate beduino, basado esencialmente en las hazañas individuales e ignorando tanto el armamento pesado y la guerra de asedio como la explotación táctica de los arqueros, ya no era suficiente, sobre todo considerando que nos encontramos en un período en el que en toda Eurasia se perfila un proceso de la caballería pesada. Las técnicas de combate, tales como el minado, la "artillería" de sitio, de la nafta, del tiro con arco a caballo, no podían ser enseñadas en forma suficiente más que a un ejército profesional, como lo fue el instituido por los abasíes.

Es en la vida económica del imperio abasí donde percibimos más claramente el carácter de los cambios que la revolución había traído. El imperio dispuso de ricos recursos. Las cosechas principales de los grandes valles fluviales irrigados fueron el trigo, cebada y arroz, mientras los alimentos secundarios más importantes lo constituyen las aceitunas y los dátiles.

Las plantas industriales eran producidas en abundancia, en especial las textiles. El lino de Egipto gozaba de gran reputación, pero el algodón iba ganándole terreno, y lo mismo pasaba en Siria; Juzistan producía igualmente un lino excelente. El papiro siguió siendo una fortuna monopolizada por Egipto, hasta que se pasó a utilizar el papel. En el siglo X se producía, a partir de la conquista musulmana, papiro en Sicilia y se vendía en Italia. La caña de azúcar, que se comenzaba a conocer en el momento de la conquista árabe en los bordes del golfo Pérsico, fue extendida ampliamente con el Islam por todos los territorios llanos, cálidos e irrigables. Además abundaban los cultivos de plantas para tintes y odoríferas, sobre todo en Irán, violetas, rosas, jazmines, narcisos, azafrán, índigo, albecia, incienso del Yemen.

Los abasíes emprendieron amplias obras de irrigación, extendieron el área de tierra cultivada, desecaron pantanos y consiguieron un rendimiento muy elevado, según los cronistas. La revolución dio a los campesinos mayores derechos de posesión y un sistema de tributación por arriendo más equitativo, basado en un porcentaje de la cosecha, en vez de un tipo fijo, como anteriormente. Pero la condición de los campesinos era aún mala, y con el transcurso del tiempo se agravó por las especulaciones de los mercaderes y terratenientes acaudalados y por la introducción de labor por esclavos en grandes posesiones, que degradó el crédito económico y social de la labor libre. A partir del 900, la generalización del sistema del iqta (concesión de tierras a los soldados) contribuyó a dislocar aún más profundamente la vida rural. Sin embargo, se trata tan sólo de uno de los aspectos que provocaron el trastorno que transformó al mundo abasí en el siglo X.

Además de los beduinos, la cría de ganado era practicada por los habitantes sedentarios, bovinos sobre todo como fuerza de trabajo, corderos, más importantes para carne, leche, queso y lana, asnos y muías para el transporte de cargas y hombres. Importante para la alimentación es la cría de aves de corral, que se complementaba con la caza y la pesca. El gusano de seda, en un principio criado en los bordes del mar Caspio, se extendía, poco a poco, por otras regiones: Irán, Siria, Sicilia y España. La apicultura, a pesar de su difusión, no evitaba tener que importar miel y cera de los países eslavos.

El imperio abasí estaba bien provisto de metales. El oro era traído del oeste, especialmente de Nubia y el Sudán; la plata venía de las provincias orientales y sobre todo del Kush indostano, donde, según una información del siglo X, trabajaban diez mil mineros. El cobre era transportado desde las proximidades de Isfahan, donde en el siglo IX las minas que lo producían pagaban un impuesto de cinco mil dirhams. Además, se traía hierro de Asia central, Persia y Sicilia. Piedras preciosas existían en muchas partes del imperio, y las perlas se obtenían de las ricas pesquerías del golfo Pérsico. Sobre la pes­quería de perlas se encuentra un relato en el Rihla de Ibn Battuta:
"La pesquería de perlas está entre Siraf y Al-Bahrayn, en una bahía de aguas quietas que parece un gran río. En los meses de abril y mayo llegan aquí muchas barcas, con pescadores de perlas y mercaderes de Fars, Al-Bahrayn y Al-Qutayf. Cuando el pescador quiere bucear, se cubre el rostro con una careta de concha de gaylam, que es la tortuga, y hace también de esta misma concha unas cosas que parecen pinzas, para apretarse las narices; luego se ata una cuerda en la cintura y se sumerge. Algunos aguantan más que otros bajo el agua; los hay que pueden estar una y dos horas, o aún más. Al llegar el pescador al fondo del mar, encuentra las conchas agarradas a la arena, entre pequeñas piedras, y las arranca con la mano o las separa con un cuchillo, que lleva dispuesto para ello; a continuación, las mete en un morral que tiene colgado al cuello, y cuando le falta la respiración, tira de la cuerda para que el hombre que sujeta el cabo en la superficie lo sienta y lo suba a la barca. Le cogen entonces el morral, abren las conchas y encuentran dentro trozos que, al ponerse en contacto con el aire, se endurecen y convierten en perlas. Las juntan todas, pe quenas y grandes, y el sultán se queda con la quinta parte, mientras los mercaderes que permanecen en las barcas compran el resto. La mayor parte de estos comerciantes son acreedores de los pescadores, de modo que cogen las perlas por el total de la deuda o a cuenta de ella.''
En cuanto a la madera, había un extenso comercio de importación que traía suministros desde la India y más allá, se disponía de cierta cantidad en el este, aunque faltaba en las provincias occidentales.

Un tratado árabe medieval divide la industria y las artes en dos grupos básicos; esto es, aquellos que se ocupan de las necesidades esenciales del hombre, y secundarias o auxiliares. En el rubro de los primeros se encuentran la alimentación, alojamiento y vestimenta. Fue la industria textil de transformación la más desarrollada en el imperio árabe, la más trascendente, desde un punto de vista económico, ya sea por las cantidades invertidas o por la producción y la mano de obra que ocupó. La industria textil tuvo su primer desarrollo durante los omeyas, pero alcanzó su máxima expansión durante el califato abasí. Se produjeron toda clase de géneros, tanto como para abastecer al mercado interno como para la exportación: géneros en piezas, telas, alfombras, tapicerías, almohadas, etcétera. Egipto fue el prin­cipal centro productor de ropas de algodón. Damietta, Tinnis y Alejandría fueron famosas por la calidad de sus productos. La manufactura de seda fue heredada de los imperios bizantinos y sasánida y centrada en las provincias persas de Yuryán y Sistán, y en Siria. Alfombras se hicieron en casi todas partes, destacándose las confeccionadas en Tabaristán y Armenia.

Del gran desarrollo alcanzado por la industria textil dan testimonio, todavía hoy, tantos nombres de tejidos de origen árabe-islámico. Lo mismo podríamos agregar en relación a la zapatería, a la cordo­nería, cuyo nombre deriva de Córdoba, y a la marroquinería de Marruecos. Otras industrias que alcanzaron un gran desarrollo fueron la fabricación de perfumes, tintes y jabones. Además, habría que destacar el acero de Damasco, el desarrollo del arte del cobre, grandes progresos en cristalería y cerámica.
Especial mención hay que hacer a una de las más importantes me­joras y difusiones realizadas por los árabes, como lo fue el invento del papel. Éste se fabricó por primera vez en China, según una tradición, en el año 105 antes de Cristo. En 751 después de Cristo, los árabes obtuvieron una victoria sobre algunos contingentes de una fuerza china, al este de Yaxartes. Entre los prisioneros capturados por los musulmanes había algunos fabricantes de papel chinos, que introdujeron su oficio en el mundo islámico. En el período de Harun Al-Rashid, el papel fue introducido en Irak. La manufactura se limitó en un principio a las provincias orientales, donde primeramente fue introducida, pero el uso del papel se propagó rápidamente a través del mundo islámico, alcanzando a Egipto en el año 800 y a España un siglo más tarde. Desde el siglo X en adelante, hay testimonio de la fabricación de papel en Irak, Siria, Egipto y en la misma Arabia, y pronto hubo fábricas de papel en África del norte y España. Centros conocidos había en Samarcanda, Bagdad, Damasco, Tiberíades, Hama, Trípoli de Siria, El Cairo, Fez de Marruecos y Valencia de Espa­ña. La división política del imperio favoreció la multiplicación de las fábricas. Las consecuencias de la aparición del papel son difíciles de precisar, pero considerables. Mucho más práctico que el papiro granuloso, más económico y más liso que el pergamino, espeso y curvado, el papel tuvo mucha importancia para la evolución de la burocracia del régimen y para la democratización del libro de la cultura urbana. En la historia de la civilización omeya alcanzó un lugar del mismo orden que la imprenta.
La industria fue organizada en parte bajo la dirección estatal, y en parte bajo iniciativa privada. Desde los últimos tiempos omeyas, el gobierno había mantenido talleres y centros de fabricación para la producción de tiraz, material usado para los trajes de gobernantes y para uniformes ceremoniales, concedidos como distintivos honoríficos a altos empleados y jefes del ejército. El sistema de producción usual fue doméstico. Los artesanos estaban limitados a vender sólo a agentes oficiales o a un contratista privado que los financiaba. En algunos casos, los artesanos recibían un salario, y en el siglo IX se cita una tarificación, en Egipto, de medio dirham al día.

Uno de los hechos más destacados del mundo abasí fue, junto con el desarrollo del pensamiento intelectual y de la cultura, la amplitud de las relaciones comerciales y de la vida económica. Es indiscutible que la desaparición del imperio sasánida y el debilitamiento del imperio bizantino habían dado a los omeyas grandes posibilidades comerciales. Los recursos del imperio y también el tránsito comercial vitalmente importante entre Europa y el Lejano Oriente, hicieron posible un extenso desarrollo del comercio, favorecido por la restauración del orden y seguridad internas y de las relaciones más o menos pacífi­cas de los países vecinos logrados por los abasíes, en vez de las incesantes guerras de conquista realizadas por los omeyas.

El comercio del imperio islámico tuvo un gran radio de acción. Desde los puertos del golfo Pérsico de Siraf,
Basra y Ubulla y, en menos proporción, desde Adin a los puertos del mar Rojo, mercaderes musulmanes recorrían la India, Ceilán, las Indias Orientales y China, trayendo sedas, especias, sustancias aromáticas, maderas, estaño y otros productos, tanto para consumo interno como para la exportación. Las rutas estaban despejadas, trazadas, los obstáculos salvados, se disponía de una posición clave respecto al gran comercio de la época —el istmo que separa al Mediterráneo del océano índico—. El imperio abasí conoció por ello una gran propiedad económica. Esta expansión estuvo ligada también a la creación de Bagdad, cuya situación favoreció, por una parte, la atracción de mercaderías hacia Irak y llevó consigo el desarrollo de Basra; por otra, el comercio de tránsito, pues Bagdad se convirtió en centro de distribución de mer­cancías hacia el Oriente Medio.
La conquista de Creta en el año 827 y la de Sicilia en el transcurso del siglo IX, aseguraron a los árabes el control de la navegación por el Mediterráneo. Por otra parte, el desarrollo de las ciudades, el enri­quecimiento de los súbditos del imperio, tanto árabes como no árabes, la necesidad de aprovechar las ventajas materiales aportadas por las conquistas, hicieron que se instituyera una "sociedad de consumo", cuyo "lujo oriental" no constituía el signo menos importante; la vida económica y social estaba íntimamente ligada y se asistía a una transformación de la sociedad musulmana, que refleja a la vez el auge literario, filosófico, religioso y el desarrollo científico que repre­senta también la impronta del siglo IX abasí.
Las rutas alternativas a China e India cruzaban por vía terrestre a través del Asia central. Una fuente de la época menciona mercaderías traídas desde China, tales como seda, loza, papel, tinta, monturas, caballos, pavos reales, fieltro, ruibarbo, cinamono, utensilios de oro y plata, monedas de oro, joyas, esclavas, así como ingenieros hidráulicos, agrónomos, marmolistas y eunucos. La misma fuente destaca algunas cosas traídas de la India: "tigres, panteras, elefantes, pieles de pantera, rubíes, madera de sándalo blanca, ébano y nueces de coco". Los manuales de navegación musulmanes han revelado que los navegantes árabes se encontraban como en su casa en las na­ves orientales, donde comerciantes árabes se establecieron en China ya en el siglo VIII.
El extenso intercambio comercial entre el imperio islámico y el Báltico, vía mar Caspio, mar Negro y Rusia, es atestiguado por numerosos hallazgos de monedas a lo largo del curso del Volga y sobre todo revelado por fuentes literarias. En Suecia y el resto de Escandinavia se han encontrado miles de monedas musulmanas con inscripciones que datan desde finales del siglo VII hasta comienzos del XI, período que marca el florecimiento del comercio islámico. De estos países obtuvieron los árabes muchos productos, entre los que se destacan las pieles, los cueros y el ámbar. El geógrafo árabe Mugaddasi da una lista más completa y habla de "martas, pieles de ardilla, armi­ños, pieles de zorro, castores, liebres moteadas y cabras; también ce­ra, flechas, corteza de abedul, gorros de pieles, cola de pescado, dientes de peces, castóreo, ámbar, pieles de caballo preparadas, miel, nueces de avellano, halcones, espadas, armaduras, maderas de arce, esclavos, ganado mayor y menor". Parece poco probable que los propios árabes hayan penetrado hasta Escandinavia, quizás tuvieron contacto con los pueblos septentrionales en Rusia, con los kázaros y los búlgaros del Volga, sirviendo éstos de intermediarios.
También con África sostuvieron los árabes un extenso comercio por tierra, siendo oro y esclavos los principales productos importados. El comercio con Europa occidental fue al principio interrumpido por las conquistas árabes, pero reanudado por los judíos, que servían de lazo entre los dos mundos hostiles. En un paraje frecuente­mente citado, el geógrafo Ibn Jurradadbih habla de mercaderes judíos del sur de Francia: "...quienes hablan árabe, persa, griego, fran­cés, español y eslavo. Viajan de Occidente a Oriente y de Oriente a Occidente por tierra y por mar. De Occidente traen eunucos, escla­vas, niños, brocados, pieles de castor, martas y otras pieles y sables. Embarcan en el país de los francos, en el mar Mediterráneo occidental, y desembarcan en Farama, de donde llevan sus mercancías a lomo de camello a Qulzum, a distancia de veinticinco parasangas. Después navegan sobre el mar Oriental (Rojo), desde Qulzum hasta Al-Jar y Yedda, y progresivamente hacia Sind, India y China. De China traen almizcle, aloe, alcanfor, cinamomo y otros productos, y regresan a Qulzum. Entonces los transportan a Farama y navegan de nuevo ha­cia el mar Occidental. Algunos viajan con sus géneros a Constantinopla y los venden a los griegos, y otros los presentan al rey de los francos y los venden allí. En ocasiones traen sus géneros desde la tierra de los francos, a través del mar Occidental, y los descargan en Antioquía. Entonces viajan, en tres días de marcha por tierra, hasta Al-Yabiya, de donde navegan, descendiendo por el Eufrates, a Bagdad, y después, Tigris abajo, a Ubulla, y de Ubulla a Liman, Sind, India y China..."

El comercio musulmán se vio favorecido, asimismo, por la instauración de un magnífico sistema financiero. Tal sistema resultó suficientemente original como para merecer un estudio particular. El mundo musulmán gozó, además, de una moneda sana, cuyo valor se mantuvo prácticamente estable hasta poco después de las cruzadas, estimado en todos los mercados internacionales y en todo tipo de transacciones; también se crearon diversos procedimientos de pago: letra de cambio, cheque, operaciones bancarias; el préstamo y la hipoteca también fueron practicados, estableciéndose para ellos ciertos compromisos, hiyol. Se asistió, de hecho, al nacimiento y desarrollo de un vasto capitalismo, en cuyas actividades participaron tanto musulmanes como dimmies. En este terreno, los pueblos islámicos estuvieron mucho más avanzados que el Occidente cristiano.

El desarrollo del comercio y de empresas en gran escala dio origen durante el siglo IX a la banca. La economía del imperio islámico había sido primero bimetalista con el dirham persa de plata circulando en las provincias orientales y los denarios de oro bizantinos en los occidentales. Estas emisiones fueron conservadas por el califato, con el peso tipo de 2,97 gramos para el dirham y de 4,25 gramos para el diñar. A pesar de muchos intentos para estabilizar el valor relativo de estas monedas, inevitablemente fluctuaban con los precios de los metales de que estaban hechas, y el sarraf, o cambista de moneda, llegó a ser un elemento esencial en todo mercado musulmán. En el siglo IX se transformó en un banquero en mayor escala, sin duda apoyado por comerciantes acaudalados con dinero para invertir. Se mencionan bancos con una oficina principal en Bagdad y sucursales en las otras ciudades del imperio, y un complicado sistema de cheques, cartas de crédito, etcétera, tan desarrollado, que era posible extender un cheque en Bagdad y cobrarlo en dinero en Marruecos. En Basra, el principal centro del floreciente comercio oriental, cada comerciante tenía su cuenta de banco, y los pagos en los bazares se efectuaban sólo con cheques y nunca con dinero. En el siglo X había bancos del gobierno en la capital, con el título de bancos de asistencia, que adelantaban al gobierno las grandes sumas requeridas para los gastos administrativos, contra una hipoteca sobre tributos no recaudados. Debido al edicto musulmán sobre la usura, la mayoría de los banqueros eran judíos y cristianos.

La próspera vida comercial de la época se reflejó en sus ideas y literatura, donde encontramos al comerciante honrado señalado como un tipo ético ideal. Las tradiciones atribuyeron al profeta afirmaciones como ésta: "En el día del juicio, el mercader musulmán honrado y cabal se clasificará en las filas de los mártires de la fe". "El mercader íntegro se sentará a la sombra del trono de Dios en el día del juicio." Y al califa Umar I se le atribuyen, con menos fundamento, estas palabras: "No hay lugar donde me vería más agradablemente sorprendido por la muerte que en el mercado, comprando y vendiendo para mi familia". El ensayista Yahiz, en un trabajo titula­do En alabanza de ¡os comerciantes y en censura de los empleados observa que la aprobación por Dios del comercio como medio de vida está demostrada por su elección de la comunidad mercantil de Qurays para su profeta. La literatura de la época incluye retratos del comerciante, recto, ideal, y mucho asesoramiento respecto a la inversión de dinero en el comercio, junto con máximas como la de no invertir el capital de uno en cosas cuya demanda sea limitada, tales como joyas, que sólo son requeridas por los opulentos, o libros científi­cos, sólo pedidos por eruditos, que en todo caso son pocos y pobres. Esta máxima particular debe haber procedido de un escritor de experiencia más bien teórica que práctica, ya que la realidad demuestra en general que fueron precisamente los tratantes en géneros de lujo, costosos, tales como joyas y batistas finas, los más adinerados y respetados.

Todos estos movimientos económicos trajeron los correspondientes cambios sociales y una serie de nuevas conexiones entre los componentes étnicos y sociales de la población. La casta árabe guerrera estaba ahora depuesta. Había perdido sus concesiones por el tesoro y sus privilegios. Desde este período, en lo sucesivo, los cronistas árabes sólo hablaban raras veces de las contiendas tribales de los árabes. Esto no significa que hubiesen disminuido en violencia, pues en período tan avanzado como en el siglo XIX se encuentra todavía a los descendientes de Qays y Kalb, en Siria, luchando entre sí. El cambio significaba que la aristocracia tribal árabe había perdido su poder para intervenir e influir en los asuntos públicos, y que sus contiendas y pugnas no tenían ya gran alcance. A partir de este período, los hombres de tribu árabes comenzaron a abandonar las amsar, vol­viéndose algunos al nomadismo, que nunca habían abandonado por completo, y estableciéndose otros en el campo. La población islámica cambió su carácter; desde la ciudad guarnecida por un ejército que ocupaba una provincia conquistada, a un mercado donde los mercaderes y artesanos comenzaron a organizarse en gremios y lonjas para mutua ayuda y defensa.

Pero los árabes no perdieron por completo su supremacía. El gobierno fue al principio predominantemente árabe en sus puestos elevados. La dinastía era todavía árabe y se enorgullecía de su arabismo, y el árabe era el único idioma del gobierno y de la cultura. Se conservó la superioridad teórica de los árabes que condujo al movimiento su'ubiyya en literatura y círculos intelectuales, mejorando las pretensiones de los no árabes a igual posición. Pero un cambio importante se estaba elaborando en el significado de la propia palabra "árabe". Desde entonces en adelante, dejaron de ser los árabes una casta hereditaria hermética, y se transformaron en un pueblo dis­puesto a aceptar como a uno de ellos, por una especie de naturalización, a cualquier musulmán que hablara árabe. La emancipación de los mawali tomó la forma de su plena aceptación como árabes, y has­ta los pretorianos jurasaníes de los califas se arabizaron por completo. El proceso de arabización en las provincias al oeste de Persia fue ayudado por la disposición de los árabes desmovilizados, por el predominio del idioma arábigo en las poblaciones y su propagación al campo circundante. Su desarrollo está atestiguado por la primera revuelta conjunta árabe-copta en Egipto en 831. Eventualmente, hasta los cristianos y judíos de Irak, Siria, Egipto y África del Norte comenzaron a emplear el árabe, y el propio término "árabe" en el uso arábigo llegó a restringirse a los nómadas. En vez de la aristocracia árabe, tenía el imperio una nueva clase gobernante, los ricos y los eruditos, poseyendo los primeros, en muchos casos, enormes fortunas en dinero, y propiedades. Estas fortunas fueron formadas desempeñando tareas gubernamentales, que estaban no solamente bien pagadas, sino que ofrecían oportunidades ilimitadas para ganancias adicionales, mediante el comercio y la ban­ca, mediante especulaciones y por la explotación de la tierra por propiedad de la misma o el arriendo de impuestos. Un ejemplo que se ci­ta en una crónica nos informa cómo una familia de empleados invirtió una fortuna de cuarenta mil dinares, que había heredado: mil se dedicaron para reconstruir la casa derrumbada del cabeza de familia; siete mil, en mobiliario, ropas, esclavas y otras amenidades; dos mil fueron entregados a un comerciante de confianza para comerciar con ellos; diez mil fueron enterrados para imprevistos, y con los restantes veinte mil compró una finca, de cuyas rentas vivía.

Digamos algo respecto a la posición de los dimmies, los súbditos no musulmanes del imperio. El estado legal de que gozaban ha sido muy idealizado por algunos escritores, que han ensalzado la toleran­cia indudable de los gobiernos musulmanes en la concesión de igual­dad completa. Los dimmies eran ciudadanos de segunda clase, que pagaban un tipo más elevado de tributación, sufrían ciertas incapaci­dades sociales, y en algunas raras ocasiones estaban sometidos a franca persecución. Pero, con todo, su posición era infinitamente superior a la de aquellas comunidades ajenas a la iglesia establecida en Europa occidental en el mismo período. Gozaban del libre ejercicio de su religión, derechos de propiedad normales, y eran frecuentemente empleados en el servicio del Estado, a menudo en los puestos más elevados. Eran admitidos en los gremios artesanos, en algunos de los cuales predominaron. Nunca llegaron a padecer martirio o destierro por sus creencias.
La expansión económica atrajo hacia las ciudades toda una masa de población hasta entonces errante o que vivía miserablemente en el campo. En particular, las ciudades de Irak, y en primer lugar Bagdad, llegaron a reunir una plebe que subsistía gracias a las dádivas de los acaudalados; esta afluencia de población resultó por otra parte totalmente desproporcionada en relación con la importancia económica real de la ciudad, lo que generó una serie de conflictos sociales a las urbes del imperio y que a la larga sería un peso excesivo que condujo a continuas revueltas y sublevaciones de este sector de la población y que desestabilizó al imperio, siendo uno de los factores decisivos en la desmembración de éste.-

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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Vicente
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Anónimo dijo...

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